La Biblia describe la humildad como mansedumbre, humillación y la ausencia del ego. En Colosenses 3:12, se nos instruye: "Vestíos pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, pero luego dice, de humildad, de mansedumbre, de paciencia". La humildad no es simplemente una conducta externa, sino una actitud del corazón. Alguien podría aparentar ser humilde, pero tener un corazón lleno de orgullo y arrogancia. Jesús dijo: "Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Ser pobre en espíritu significa que solo aquellos que admiten la ruina absoluta de su condición espiritual heredarán la vida eterna.
Por lo tanto, la humildad es un prerrequisito para el cristiano. Cuando venimos a Cristo en nuestra condición pecaminosa, debemos hacerlo con humildad. Reconocemos que somos pobres y mendigos, y que no tenemos nada que ofrecerle a Dios, excepto nuestro pecado y nuestra necesidad de salvación. Reconocemos nuestra falta de mérito y nuestra incapacidad total para salvarnos. Cuando Dios nos ofrece su gracia y misericordia, lo aceptamos con humildad y gratitud, comprometiendo nuestras vidas para Él y para los demás. Morimos a nosotros mismos para vivir como una nueva creación en Cristo. Nunca debemos olvidar que Él ha intercambiado nuestra ineptitud por su infinito mérito, nuestro pecado por su justicia, y la vida que ahora vivimos la vivimos por fe en el Hijo de Dios, que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros. Esta es la verdadera humildad.
La humildad bíblica no solo es necesaria para entrar en el reino de Dios, sino también para ser grande en Él. En Mateo 20:25 en adelante, Jesús dice: "Sabéis que los gobernantes de las naciones se señorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Más entre vosotros no será así; sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo". Aquí, Jesús es nuestro modelo. Así como Él no vino para ser servido, sino para servir, nosotros también debemos comprometernos a servir a los demás, considerando sus intereses por encima de los nuestros. Esta actitud se opone a la ambición, la vanidad y las luchas egoístas que surgen de la autojustificación y la defensa propia.
Jesús no se avergonzó de humillarse a sí mismo, tomando la forma de siervo hasta la muerte de cruz, como nos dice Filipenses 2. Allí, se nos enseña que "se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz". En su humildad, Jesús fue siempre obediente al Padre, y de igual manera, el cristiano humilde debería estar dispuesto a dejar de lado todo egoísmo y someterse a la obediencia a Dios y a su palabra. La verdadera humildad produce piedad, contentamiento y seguridad.
Dios ha prometido dar gracia a los humildes, mientras que los soberbios los resisten. Por lo tanto, debemos confesar y dejar a un lado el orgullo. Si nos exaltamos a nosotros mismos, nos colocamos en contra de Dios, quien en su gracia y por nuestro propio bien nos humillará. Pero si nos humillamos, Dios nos dará más gracia y nos exaltará. Lucas 14:11 dice: "Porque cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". Además, Pablo es otro ejemplo de humildad. A pesar de los grandes dones y entendimiento que había recibido, se vio a sí mismo como el más pequeño de los apóstoles y el primero de los pecadores. Al igual que Pablo, el verdaderamente humilde se gloriará en la gracia de Dios y en la cruz, no en la arrogancia.
Vivamos lo que expresó Juan el Bautista: "Es necesario que él crezca, pero que yo disminuya". Seamos más como Cristo. Dios te bendiga.
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