René Tovar, Periodista deportivo
Quizá es momento de que la pasión mexicana deje de ser solo fiesta y se convierta también en exigencia. Porque solo así, algún día, podremos hablar de una selección que no solo recauda emociones... sino que también las honra.
A medida que se acerca el Mundial de 2026, el ambiente futbolero en México comienza a calentarse. La emoción es inevitable: es afición, es tradición y es una identidad colectiva que se enciende cada cuatro años. Sin embargo, junto con la ilusión, regresa un viejo fantasma que nos persigue desde hace décadas: la duda permanente sobre nuestra selección nacional. Una selección que, más allá de generar esperanza, parece especializarse en desilusionar, reciclar discursos y mantenerse en una zona de confort que poco tiene que ver con la exigencia deportiva.
Desde la era de Ricardo La Volpe no hemos visto una selección verdaderamente eficiente, organizada y sólida en resultados. Aquella época es quizá la última referencia de un combinado nacional que caminaba con certezas futbolísticas. Desde entonces, entre cambios de director técnico, proyectos improvisados, recambios incompletos y decisiones que responden más al negocio que al deporte, la selección mexicana se ha convertido en una máquina de hacer dinero, pero no en un equipo capaz de trascender en la cancha.
Rumbo a 2026, la realidad no pinta mejor. Más allá del entusiasmo que genera ser anfitriones, la verdad es que esta selección no convence. No tiene referentes sólidos, no tiene una columna vertebral estable y, lo peor, parece no tener un rumbo futbolístico claro. La expectativa de llegar al famoso quinto partido, que durante años fue obsesión nacional, hoy ni siquiera parece alcanzable. Incluso con un torneo ampliado a 48 selecciones, los expertos coinciden en que México difícilmente podrá trascender más allá de lo habitual.
Los juegos previos al Mundial reflejan esta falta de rumbo. El encuentro ante Uruguay, por ejemplo, se perfila como un examen de realidad. Un sinodal duro, de esos que te bajan a tierra y te muestran dónde estás parado. Uruguay viene con un proyecto sólido, con jerarquía, con disciplina y con contundencia ofensiva. México, en cambio, llega con dudas. El pronóstico es reservado: quizá un empate sufrido, quizá una derrota anunciada. Pero lo que no se espera, porque no hay argumentos para esperarlo, es un triunfo convincente del Tri.
Esta falta de resultados no parece afectar al aparato comercial detrás del equipo nacional. Y es que la selección mexicana es oro verde. Genera dinero de manera imparable: patrocinios, derechos de televisión, giras interminables por Estados Unidos, mercancía, campañas promocionales... El negocio funciona aunque el futbol no. La pasión de la afición mexicana sostiene uno de los proyectos más rentables del mundo deportivo, pero esa misma nobleza —esa entrega casi ciega— se ha convertido en un arma de doble filo.
El fanático mexicano es noble, apasionado, fiel hasta la ingenuidad. Esa nobleza ha sido aprovechada por las autoridades futbolísticas durante décadas. Aunque los resultados deportivos sean mediocres, el apoyo nunca disminuye. Los estadios se llenan, los ratings se disparan, las marcas invierten. Y así el círculo vicioso continúa: el negocio sigue creciendo, mientras el nivel futbolístico se estanca.
Esta dinámica es tan profunda que incluso las pequeñas victorias se celebran como gestas heroicas. Una muestra reciente es el triunfo de la selección Sub-17 sobre Argentina. El país se volcó en júbilo como si hubiéramos conquistado el mundo. Pero no: fue un triunfo en un partido que apenas daba pase a cuartos de final. Esa falta de resultados en la historia reciente del futbol mexicano provoca que cualquier chispa de esperanza se convierta en un incendio emocional desproporcionado.
Y sin embargo, hay algo que nadie puede negar: la afición mexicana es de las mejores del mundo. Lo demuestran quienes han asistido a los mundiales. En cualquier sede, en cualquier rincón del planeta, México es fiesta, música, color, convivencia. La afición no sólo apoya: transforma el entorno. Y eso es admirable. Pero también es preocupante que esa entrega no vaya acompañada de exigencia. La falta de presión real sobre jugadores, entrenadores y directivos ha permitido que el Tri viva en una zona de confort eterna, sin necesidad de mejorar para mantener su popularidad.
La selección mexicana es mucho más que un equipo de futbol. Es un termómetro emocional del país, un reflejo del ánimo colectivo. Cuando gana, México sale a la calle con una energía distinta; cuando pierde, la frustración se siente en el ambiente. El futbol es emocional, social, cultural. Pero también debe ser competitivo. Y hoy, lamentablemente, el Tri no compite al nivel que exige su afición ni el negocio que sostiene.
Rumbo a 2026, la selección necesita más que ilusión: necesita autocrítica, exigencia y profesionalismo. Y la afición, por noble que sea, merece algo más que promesas vacías. El futbol mexicano está ante la oportunidad de reescribir su historia frente al mundo. Pero si sigue preso del conformismo, la comodidad y la obsesión mercantil, el resultado será el mismo de siempre.
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