Todo esto compone un panorama nacional en el que los conflictos se acumulan más rápido de lo que pueden resolverse.
México vive un momento de tensión política que ha escalado más allá de lo previsible, y el epicentro del problema está en un sector que debería ser sinónimo de estabilidad: la educación. Lo que comenzó como una inconformidad magisterial ha terminado por convertirse en un síntoma más del desgaste institucional que aqueja al país. Las recientes manifestaciones de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, los enfrentamientos entre docentes y fuerzas de seguridad, y el cierre de Palacio Nacional no sólo exhiben el conflicto laboral de un gremio, sino también la enorme fragilidad política del gobierno federal y de su gabinete.
La comparecencia del secretario de Educación, Mario Delgado, abrió una serie de interrogantes profundas sobre la capacidad de operación política en el país. Al asegurar que "todo va viento en popa", que los maestros "están felices" y que la educación marcha como nunca, el secretario pronunció una frase que ya lo persigue: una visión que parece describir un país que no existe. Mientras él intenta transmitir normalidad, los docentes se manifiestan en las calles, bloquean accesos, son contenidos con gas lacrimógeno y obligan al Estado a blindar su sede de gobierno. La distancia entre el discurso oficial y la realidad es abismal, y esa brecha tiene consecuencias políticas graves.
La presidenta de México enfrenta el costo directo de esta falta de operación. De acuerdo con el Global Leader Approval Rating Tracker, su aprobación cayó significativamente entre el 6 y el 12 de noviembre. Más del 50% de los mexicanos se declara hoy inconforme con su gestión. Y aunque la mandataria carga con crisis mayores —como la renegociación del T-MEC, las presiones de Estados Unidos por inseguridad o las tensiones diplomáticas derivadas de operativos antidrogas—, es evidente que los conflictos internos de su gabinete la están arrastrando.
La educación, que debería resolverse en las propias instituciones educativas, ha escalado hasta convertirse en un conflicto nacional. Es una señal inequívoca de ingobernabilidad. La presidenta está recibiendo bombazos que deberían neutralizarse desde el gabinete. Si el secretario encargado no logra atender un conflicto laboral antes de que estalle, el problema deja de ser administrativo para convertirse en político. Y una presidenta, en un entorno global tan complejo, no puede permitirse ese desgaste.
Pero el conflicto magisterial es apenas una pieza del rompecabezas. Según diversos análisis, incluidos los de especialistas que observan las pugnas internas del partido gobernante, el caos parece alimentarse también desde adentro. La Coordinadora, que durante años fue un actor útil para Andrés Manuel López Obrador, hoy se ha convertido en un frente opositor para el propio gobierno que ayudó a colocar en el poder. El chirrión se volteó. Y en la narrativa pública, la idea de que ciertos grupos buscan deliberadamente obstaculizar a la presidenta cobra fuerza.
La ingobernabilidad no se limita al ámbito federal. En los estados, la violencia muestra señales preocupantes: casas baleadas, funcionarios amenazados, policías estatales y municipales asesinados, y autoridades locales sometidas por el crimen organizado. En lugares como Matlapa, una discusión por una obra mal ejecutada derivó en amenazas directas de levantón, con un funcionario municipal siendo sacado a golpes por pobladores enardecidos. Es la expresión más clara de un Estado debilitado: la autoridad pierde legitimidad, el crimen gana terreno y la ciudadanía decide actuar por mano propia.
San Luis Potosí tampoco escapa a esta realidad. La ejecución de un estudiante de estomatología ha cimbrado al estado y ha expuesto la incapacidad de ciertos ayuntamientos para responder con eficacia. Mientras algunas entidades como Jalisco ofrecen becas universitarias a los hijos de policías como reconocimiento a su labor de riesgo, en municipios potosinos los elementos no alcanzan ni los 10 mil pesos mensuales. Se espera que arriesguen la vida sin seguridad, sin certeza y sin un salario digno. Esto, sumado a alcaldes más concentrados en sus redes sociales que en gobernar, crea un caldo de cultivo perfecto para el colapso institucional.
La inseguridad, además, ha despertado advertencias desde Estados Unidos. El secretario de Estado, Marco Rubio —uno de los políticos más influyentes del entorno de Donald Trump— dejó claro que Washington observa con preocupación el avance de los grupos criminales en México. Aunque negó que existan planes para enviar fuerzas armadas, sugirió que el gobierno mexicano debería solicitar apoyo porque "se les está yendo de las manos". El mensaje, aunque diplomático, es contundente: para Estados Unidos, México enfrenta organizaciones criminales con capacidades superiores a las del propio Estado.
La presidenta no sólo lidia con problemas heredados: enfrenta un gabinete dividido, una oposición interna silenciosa, un entorno internacional presionante y una creciente sensación de descontrol en varias regiones del país. La educación en crisis, la seguridad fracturada, el crimen organizado disputando el territorio, los municipios sin rumbo, la confrontación política interna y la percepción de ingobernabilidad son síntomas de un Estado que enfrenta un momento decisivo.
México ha llegado a una encrucijada. O reconstruye su capacidad de gobernar —de contener, ordenar, negociar, planear— o seguirá avanzando hacia una espiral donde la ineficacia y la confrontación dominen la agenda pública. Y aunque la presidenta carga con la responsabilidad mayor, es evidente que no podrá enfrentar sola un país que exige mucho más que discursos: exige un gobierno que gobierne.
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