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La violencia contra los productores del campo mexicano se ha convertido en una constante que exhibe, una vez más, la incapacidad del Estado para garantizar seguridad. El reciente asesinato de un productor limonero que había denunciado cobros de piso y extorsiones, no solo evidencia la penetración del crimen organizado en el sector agrícola, sino también la normalización del miedo entre quienes sostienen la economía rural del país.
El caso no es aislado. Desde Michoacán hasta la Huasteca potosina, los productores viven bajo la sombra de la amenaza. Quienes siembran limón, aguacate, caña o tomate enfrentan hoy un sistema de terror impuesto por grupos criminales que cobran cuotas por permitir la cosecha, el transporte o la venta. La infiltración es tan profunda que ya se habla de una "industria de la extorsión", donde los delincuentes no solo controlan territorios, sino también mercados, precios y cadenas de distribución.
La propia autoridad federal ha tenido que admitir, con resignación, que el crimen organizado está metido en la producción agrícola. Sin embargo, reconocerlo no es suficiente. Los productores llevan años denunciando que son víctimas de cobros indebidos, amenazas y secuestros, mientras los gobiernos, sexenio tras sexenio, repiten la misma narrativa: "ya se está trabajando en ello". La realidad es que el campo mexicano produce con miedo y vende con permiso del crimen.
El problema no termina en la violencia. A los productores les llega otro golpe, esta vez desde los escritorios gubernamentales: el impuesto especial a las bebidas azucaradas. Lo que se vende como una medida de salud pública, termina afectando a toda una cadena productiva, en especial a los cañeros.
La reciente decisión de una de las principales embotelladoras del país, Femsa, de sustituir el azúcar por edulcorantes artificiales para evitar pagar el impuesto, representa un duro golpe a los ingenios azucareros y a miles de familias que dependen de la caña de azúcar. Paradójicamente, mientras el discurso oficial dice querer combatir la obesidad, las medidas afectan directamente a quienes trabajan la tierra, no a quienes diseñan los hábitos de consumo.
Detrás del impuesto se esconde un problema estructural: se intenta corregir con sanciones económicas lo que debería abordarse con educación. Si desde las escuelas se enseñara nutrición, responsabilidad alimentaria y hábitos saludables, el impacto sería mucho mayor y más duradero que cualquier impuesto. Pero el sistema educativo sigue relegando estos temas, mientras la recaudación se convierte en el camino más corto —y más rentable— para aparentar preocupación por la salud pública.
El golpe a los cañeros potosinos será inevitable. Empresas como Piazza, propietaria del principal ingenio en San Luis Potosí, se verán obligadas a reducir producción ante la caída en la demanda. Y detrás de cada tonelada de azúcar que no se muele hay jornaleros, transportistas y familias enteras que perderán ingresos. El impuesto no solo no resolverá la obesidad; contribuirá a agravar la pobreza rural.
Y mientras tanto, en los mercados y plazas del país, las extorsiones continúan. En algunas regiones, los comerciantes son obligados a comprar a determinados proveedores protegidos por grupos criminales. Es un sistema perverso que se alimenta del silencio y del abandono institucional. Las autoridades saben lo que ocurre, pero como sucede en otros frentes, se actúa tarde y mal.
A nivel internacional, el tema no pasa desapercibido. Donald Trump volvió a declarar que "los cárteles dominan México", usando la violencia rural como argumento político para endurecer su retórica contra el país. Más allá de la agenda estadounidense, hay algo de verdad en su afirmación: el control territorial del crimen organizado sobre sectores estratégicos como el agrícola es un hecho innegable.
Mientras el campo produce bajo amenaza, las políticas públicas parecen trabajar en su contra. El productor paga al crimen para poder sembrar y al gobierno para poder vender. Entre la extorsión y los impuestos, la rentabilidad del trabajo rural se diluye, y con ella, la esperanza de miles de familias.
En contraste, los discursos oficiales siguen apostando por la simplificación. Se habla de salud, pero no se combate la desnutrición ni la falta de acceso a alimentos. Se presume un sistema educativo "de calidad", pero se ignoran los vacíos formativos que podrían transformar la realidad desde la base. Se promete protección, pero el campo sigue siendo territorio de nadie.
En San Luis Potosí, los productores recuerdan con preocupación lo ocurrido hace años con los cañeros de Tambaca, que tuvieron que organizarse para resistir la presión criminal. Hoy la historia parece repetirse, pero con un enemigo más: la indiferencia institucional.
El país enfrenta una doble paradoja: los sectores que más aportan al desarrollo nacional son los más desprotegidos, y las medidas que se promueven como soluciones terminan siendo castigos. Si el Estado no garantiza seguridad, y además erosiona la economía de los productores, lo que queda es una nación que castiga a quien trabaja y recompensa a quien se impone por la fuerza.
El campo mexicano no necesita discursos ni paliativos fiscales: necesita justicia, seguridad y una política que lo entienda como lo que es —la raíz de este país— y no como una fuente más de recaudación o de votos. Mientras eso no ocurra, cada asesinato de un productor, cada ingenio cerrado, y cada familia desplazada por miedo serán el testimonio de un Estado que, en lugar de proteger a su gente, la deja sola entre el crimen y los impuestos.
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