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    Sobre la reencarnación no voy a seguir con ese tema, sino más bien hoy te quiero platicar cómo los hindúes rompen este ciclo en una de las ciudades más sagradas de la India: Varanasi, también conocida como Benarés.
Esta urbe, asentada en la ribera del río Ganges, es considerada la ciudad sagrada por excelencia. Para los creyentes del hinduismo, morir aquí es alcanzar la meta espiritual más alta: liberarse del ciclo de las reencarnaciones y entrar directamente en el Nirvana. Aunque existen otras seis ciudades sagradas para el hinduismo, ninguna se compara con el misticismo y la energía que emanan de Varanasi.
LA PROMESA DEL GANGES
Cada año, millones de devotos peregrinan a esta ciudad con un mismo propósito: purificar su alma. Llegan a las orillas del Ganges con la esperanza de eximir sus pecados, bañándose en sus turbias pero sagradas aguas.
Las antiguas escrituras hindúes afirman que morir en Varanasi y ser incinerado a orillas del Ganges permite romper para siempre el ciclo de renacimientos y alcanzar la salvación espiritual.
A lo largo de los márgenes del río, se observan pequeñas casetas improvisadas, construidas con los materiales más simples, donde descansan los moribundos que aguardan pacientemente la llegada de la muerte. En este lugar, morir no es tragedia, es destino cumplido.
MORIR PARA VIVIR
Resulta paradójico, pero en Varanasi la muerte no se teme, se espera. La ciudad vive y respira entre el humo de las piras funerarias y los cánticos que se elevan desde los ghats —las escalinatas que descienden hacia el Ganges—, donde los cuerpos son cremados a la vista de todos.
Allí, en medio de las oraciones y el fuego, la vida cotidiana continúa: los vendedores ofrecen flores, los barqueros navegan entre cenizas, los peregrinos oran bajo el sol. Es un contraste profundo: el ciclo natural de la existencia se muestra sin pudor, como si la muerte fuera solo una estación más del viaje humano.
Sin embargo, no todos mueren de la misma forma. "Los ricos tienen las mismas creencias, pero lógicamente las viven de una manera muy diferente", dice la instructora. Mientras los pobres esperan la muerte en chozas improvisadas, los más adinerados la contemplan desde lujosas residencias que se levantan en la orilla opuesta del río, donde la bruma del calor difumina los límites entre lo terrenal y lo divino.
SOL Y EL FUEGO
El corazón de la ciudad late en sus ghats, los accesos que conducen al agua sagrada. Allí, cada amanecer, cientos de personas se reúnen para bañarse, rezar y rendir tributo al sol naciente. Esta costumbre, que se mantiene desde hace siglos, simboliza la unión entre la vida, la muerte y la eternidad.
Varanasi no es un lugar para los débiles de espíritu. Es una ciudad que desafía la lógica occidental del miedo a la muerte. Aquí, la muerte convive con la vida, y ambas se celebran en un mismo acto de fe. Cada llama que consume un cuerpo es también una oración, una promesa de liberación.
UNA CIUDAD ETERNA
Pese a su fama como "el lugar donde se viene a morir", Varanasi está más viva que nunca. Las calles rebosan de peregrinos, vendedores, monjes, músicos y animales sagrados. El sonido de los mantras se mezcla con el bullicio del comercio y el constante murmullo del río.
La ciudad respira espiritualidad. Todo en ella —el humo de las cremaciones, el olor del incienso, el tintinear de las campanas de los templos— recuerda la fragilidad y la continuidad de la existencia. En Varanasi, la muerte deja de ser un final y se convierte en una puerta hacia otra forma de vida.
EL SENTIDO DE MORIR AQUÍ
Entre las muchas paradojas de la India, esta es quizás la más hermosa: en la ciudad donde se muere, se aprende a vivir. Quien llega a Varanasi comprende que el miedo a la muerte se disuelve frente a la eternidad del alma.
El Ganges, con su fluir incesante, se convierte en metáfora de la existencia misma: cambia, arrastra, purifica, pero nunca se detiene. Y así como el río sigue su curso, los hombres siguen buscando su redención en sus aguas.
Varanasi enseña que morir no es un castigo, sino un regreso. Que la muerte, cuando se entiende como parte del ciclo, deja de doler. Que la vida —toda vida— tiene sentido solo cuando se vive con conciencia de su fin.
En ese equilibrio entre lo efímero y lo eterno, la ciudad del Ganges se mantiene viva, encendida por la fe de millones que la visitan para morir... y, de algún modo, también para renacer.
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