Héctor de Luna Espinosa
En días recientes, en California, miles de personas perdieron sus hogares y sus vidas cambiaron para siempre debido a un incendio que comenzó posiblemente con algo tan pequeño: un simple cerillo encendido, una colilla de cigarro o una chispa eléctrica. Este desastre muestra cómo lo diminuto puede desatar consecuencias desmedidas. De manera similar, en nuestras vidas, nuestras palabras, aunque a menudo las consideramos pequeñas o inofensivas, pueden causar un daño increíblemente grande. La Biblia nos advierte sobre este poder tan sutil y tan destructivo de la lengua.
En la carta de Santiago, capítulo tres, versículo 5, encontramos una analogía que dice así: "También la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí, cuán grande bosque enciende un pequeño fuego". La lengua, tan pequeña en comparación con el resto de nuestro cuerpo, tiene el potencial de hacer mucho daño si no se controla. Santiago hace un paralelismo con un pequeño fuego que, si no se apaga, puede arrasar con un bosque entero. Algo tan insignificante como una chispa puede convertirse en un incendio devastador. El apóstol Santiago nos está advirtiendo sobre el poder de nuestras palabras. Aunque sean pequeñas, como un cerillo, pueden desencadenar conflictos, divisiones o incluso heridas profundas en las personas.
A menudo pensamos que algo que decimos en un momento de enojo, sin pensarlo mucho, no tendrá consecuencias. Pero la realidad es que esas chispas pueden arder mucho más allá de lo que imaginemos. Proverbios 18:21 refuerza esta idea cuando nos dice: "La muerte y la vida están en el poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos". Este versículo nos recuerda que nuestras palabras tienen poder, un poder tan grande que puede dar vida o causar muerte, puede sanar o destruir. Lo que decimos tiene un impacto directo en las personas que nos rodean, y aunque las palabras se pueden decir en un instante, las consecuencias pueden durar mucho tiempo. Una palabra hiriente, una mentira, un juicio precipitado puede sembrar división, dolor y amargura.
En Mateo 12, versículos 36 al 37, Jesús también nos advierte: "Pero yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio, porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado". Este pasaje nos recuerda que, aunque a veces pensemos que lo que decimos no tiene importancia, Dios nos llama a ser responsables con nuestras palabras. El juicio que Dios hace sobre nuestras palabras es tan serio que es un tema que tocará en el día final. Pero, como nos dice Santiago, "ningún hombre puede domar la lengua". La lengua es un miembro difícil de controlar, y es probable que todos hayamos experimentado el dolor de decir algo de lo que nos arrepentimos después. Sin embargo, esto no significa que debemos rendirnos. Es una llamada a someter nuestra lengua a Cristo, quien nos da la fuerza y el poder propios necesarios para controlar nuestras palabras.
En Efesios 4:29, el apóstol Pablo nos exhorta: "Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracias a los oyentes". Cada vez que hablemos, debemos considerar si nuestras palabras están edificando a otros, si lo que decimos refleja el amor de Cristo, si estamos alentando, consolando o motivando, o si estamos de alguna manera contribuyendo a la destrucción. En medio de todo esto, tenemos un ejemplo perfecto en Jesucristo. Él, que era sin pecado, nunca permitió que su lengua causara daño. 1 Pedro 2:22 dice: "El cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca". En su vida, Jesús usó sus palabras para enseñar, para consolar, para sanar y para perdonar. Incluso cuando fue acusado injustamente, cuando fue golpeado y ridiculizado, no devolvió mal por mal, sino que confió en Dios para la justicia.
Si Jesucristo, el Hijo de Dios, pudo controlar su lengua a la perfección, nosotros, sus seguidores, debemos esforzarnos por hacer lo mismo. El Espíritu Santo nos da la gracia para imitar a Cristo. Nuestras palabras, al igual que un incendio, pueden comenzar con algo tan pequeño como un cerillo. Nuestras palabras pueden tener un impacto mucho mayor de lo que imaginamos. No subestimemos el poder de nuestra lengua. Santiago 3:10 dice: "De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así". Hoy les invito a reflexionar sobre cómo usamos nuestras palabras. Si bien nuestras palabras tienen el potencial de destruir, también tienen el poder de dar vida. Que nuestras palabras sean reflejo del amor y la gracia de Dios. Hoy es un buen día para poner nuestras palabras bajo el control del Espíritu Santo. Que nuestras lenguas reflejen a Cristo, que edifiquemos con nuestras palabras y no destruyamos con ellas.
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