Isaín Mandujano
Chiapas, un estado que alguna vez fue conocido por su riqueza cultural, su biodiversidad y la calidez de su gente, se ha convertido en un escenario de violencia desbordada. En los últimos tres años y medio, desde julio de 2021, este rincón del sureste mexicano ha experimentado un cambio radical. La inseguridad y la violencia, alimentadas por grupos delictivos que pelean por el control de territorios clave, han transformado lo que se solía conocer como "el México mágico" en una región marcada por el sufrimiento y la desesperación de su gente. Lo peor de todo es que, a pesar de la magnitud de esta tragedia, las respuestas por parte de las autoridades estatales y federales han sido escasas e ineficaces.
Desde que el crimen organizado comenzó a disputar el control de las fronteras de Chiapas y las rutas hacia el sur del país, la situación en el estado ha ido de mal en peor. Lo que inicialmente parecía ser una serie de enfrentamientos aislados entre grupos de narcotraficantes, rápidamente se transformó en una lucha por el poder territorial, que involucra desde extorsiones hasta asesinatos y desplazamientos masivos de personas. Las consecuencias de esta guerra sin cuartel han sido devastadoras para la población civil. Desapariciones forzadas, masacres, despojos de tierras y bienes, así como la utilización de civiles como escudos humanos, son solo algunas de las violaciones de derechos humanos que han sido reportadas en las últimas semanas.
Lo que más sorprende es la reacción, o la falta de ella, por parte del gobierno estatal y de las autoridades locales. Durante el mandato del gobernador Rutilio Escandón, las denuncias de violencia y corrupción no solo fueron minimizadas, sino que el propio gobierno optó por desmentir los hechos en lugar de ofrecer soluciones concretas. En lugar de atender las demandas de justicia y seguridad, el gobierno de Escandón se limitó a silenciar las voces que clamaban por ayuda. Hoy, más de tres años después de estos eventos, los chiapanecos siguen viviendo con miedo, sin poder confiar en las instituciones que deberían protegerlos.
La situación se complica aún más con el reciente nombramiento de Rutilio Escandón como cónsul de México en Miami, un cargo diplomático que ha generado una gran indignación entre los chiapanecos. En las redes sociales, la respuesta ha sido unánime: repudio y sorpresa ante lo que muchos consideran un premio a la negligencia y la indolencia de un gobernante que permitió que la violencia y la inseguridad se apoderaran del estado. Este nombramiento, respaldado por el presidente Andrés Manuel López Obrador y ratificado por la Cámara de Senadores, ha sido interpretado como un claro mensaje de impunidad. Escandón no es el primer político mexicano en recibir este tipo de "premios" por su alineación a las políticas del presidente en turno, pero sí es uno de los más cuestionados por el impacto negativo de su gestión en Chiapas.
Es un hecho que en México, la impunidad sigue siendo una moneda de cambio en la política. Lo hemos visto una y otra vez con diversos exgobernadores que, a pesar de su historial de corrupción y malos manejos, terminan siendo premiados con cargos diplomáticos o posiciones de poder. El caso de Escandón no es más que una muestra más de cómo el sistema político mexicano protege a quienes forman parte de su círculo, independientemente de los daños que hayan causado a la sociedad. Mientras tanto, los chiapanecos siguen pagando las consecuencias de una gestión fallida, viviendo en un estado donde la ley es opcional y los delincuentes, muchas veces, parecen tener más poder que las autoridades.
En este contexto, Chiapas se ha visto severamente afectado en varios frentes. El sector turístico, que en el pasado fue uno de los motores económicos del estado, ha sido especialmente golpeado. Desde el levantamiento zapatista en 1994, la región vivió un repunte en la llegada de turistas internacionales, atraídos por su riqueza cultural y natural. Sin embargo, la violencia desatada en los últimos años ha llevado al cierre de hoteles, la cancelación de vuelos y la desaparición de la afluencia turística. En muchos destinos turísticos, como San Cristóbal de las Casas, los turistas internacionales han desaparecido casi por completo, dejando a la economía local sumida en una profunda crisis.
El futuro de Chiapas es incierto. Aunque el gobernador actual, Eduardo Ramírez Aguilar, ha prometido tomar medidas para frenar la violencia, lo cierto es que en los últimos tres años y medio el estado se ha sumido en una espiral de violencia que parece incontrolable. Las autoridades locales han sido incapaces de garantizar la seguridad de los ciudadanos, y la intervención federal, aunque presente en algunas ocasiones, ha sido insuficiente para cambiar el rumbo de la situación.
Los chiapanecos viven hoy con un sentimiento de desamparo y frustración. La falta de acción por parte de las autoridades, combinada con la creciente impunidad que beneficia a políticos y exgobernantes, ha dejado claro que, para muchos, el bienestar de la población es una preocupación secundaria. El estado de Chiapas, que alguna vez fue un símbolo de esperanza y lucha por la justicia, hoy se enfrenta a una dura realidad: la violencia no cesa y, por desgracia, parece que la justicia es un lujo que los chiapanecos no pueden permitirse.
Es hora de que la sociedad chiapaneca y el resto de México se cuestionen profundamente la dirección que está tomando el país. La violencia no es algo que pueda resolverse a golpe de discursos o promesas vacías. Requiere de una acción contundente, una verdadera reforma en las instituciones de seguridad y justicia, y una voluntad política de no permitir que la impunidad siga siendo la norma. Mientras tanto, los ciudadanos de Chiapas siguen pagando un precio muy alto por la indolencia de sus gobernantes.
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