Jesús Padilla
Guanajuato, otrora símbolo del progreso económico en México, ahora enfrenta una cruda realidad que parece volverse norma: la violencia sin freno. Esta semana, el estado volvió a estremecerse con la detonación de dos coches bomba en municipios de Acámbaro y Jerécuaro. Mientras el amanecer aún no tomaba posesión de las calles, las explosiones rompieron la quietud de la madrugada, dejando en vilo a comunidades que, como en otras partes del país, viven en un constante ciclo de temor y resignación ante la violencia. Aunque afortunadamente no hubo víctimas mortales, el evento destapó una vez más el complejo laberinto en el que Guanajuato se ha convertido: un territorio en disputa, atravesado por la narcopolítica y sumido en una espiral de muerte diaria.
El promedio diario de homicidios en Guanajuato es una cifra de terror: nueve asesinatos cada día. Esto coloca al estado en un triste liderazgo de violencia en México, alcanzando cifras que parecían reservadas para los lugares en conflicto armado: casi 30,000 asesinatos al año. La lucha entre el Cártel de Santa Rosa de Lima y el Cártel Jalisco Nueva Generación parece no tener fin, llevando a las calles un nivel de violencia que convierte a cualquier municipio en una zona de guerra latente. Y esta violencia, aunque normalizada en las mentes de muchos habitantes, no pierde su capacidad de horrorizar.
El cártel de Santa Rosa de Lima, conocido por sus incursiones en el robo de combustible, ha marcado profundamente el perfil de violencia en Guanajuato. Su fundador, José Antonio Yépez Ortiz, alias "El Marro", fue el arquitecto de un modelo de criminalidad que hizo de la extorsión, el huachicoleo y la violencia abierta un modo de operar que ha permeado en cada rincón del estado. A pesar de la captura de Yépez, sus huellas y su cártel siguen presentes, desafiando a la autoridad con una persistencia que parece burlarse de los esfuerzos oficiales.
Para los habitantes de Guanajuato, estos eventos son el pan de cada día, una rutina de tragedias y conflictos que, paradójicamente, se vive a la par de un repunte económico sin precedentes. Mientras se consolida como el quinto estado más fuerte económicamente en México, también se sitúa entre los más violentos. Este contraste, casi surrealista, muestra una complejidad que, desde Palacio Nacional, ha sido vista muchas veces como un pretexto para esquivar responsabilidades.
Y en este escenario desalentador, se siente una cierta desesperanza. La llegada de la gobernadora Lidia Denis García Muñoz y el trabajo coordinado, hasta ahora civilizado, con el gobierno federal han dado lugar a un atisbo de esperanza. Sin embargo, la historia ha mostrado que la esperanza sola no basta. Para muchas familias, el simple hecho de salir a la calle representa un riesgo. Esta violencia ya no solo amenaza a sus seres queridos, sino que incide en su manera de vivir, en los momentos de descanso y en sus aspiraciones de un futuro sin miedo.
Para muchos, la indiferencia es una herramienta de sobrevivencia. Guanajuato, uno de los estados con mayor crecimiento y pujanza económica en México, se ha vuelto un campo minado donde cada ciudadano aprende a sortear la violencia. Los espacios de convivencia nocturna han reducido sus horarios; el comercio, en particular en las zonas de alto riesgo, ha quedado casi paralizado. Solo los más temerarios o quienes no tienen opción desafían la situación y mantienen la actividad económica, mientras que otros, aunque con temor, intentan hacer lo mismo, tratando de llevar una vida lo más normal posible en un contexto que dista mucho de la normalidad.
El reto más grande sigue siendo comprender, de forma crítica y sin romantización, la magnitud del problema que enfrentamos. Guanajuato se encuentra atrapado entre la visión de un crecimiento que podría ser modelo para el país y una escalada de violencia que solo parece empeorar. La narcopolítica, más que un término vacío, es una realidad para las familias que, día tras día, se despiden de sus seres queridos con el temor de no volverlos a ver.
Es en este contexto, donde la tragedia y el progreso van de la mano, que los ciudadanos esperan que el discurso de seguridad y paz no sea un estribillo vacío. Necesitan ver una acción clara y contundente que no sólo disuada la violencia, sino que también restaure la esperanza perdida de una vida digna y libre de miedo. En Guanajuato, cada detonación, cada asesinato y cada familia rota cuentan la historia de un México que necesita justicia urgente y compromiso real para dar la batalla que tantos otros ya han perdido.
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