Claudia Olmos tanatóloga e hipnoterapeuta
Cuando cocinamos un platillo tradicional, decimos calladamente: tu cuerpo se fue, pero tu sabor sigue vivo en mí.
La gastronomía mexicana no es un recetario ni una técnica. Es uno de los rituales más profundos de nuestra identidad colectiva. Cuando celebramos la comida mexicana, celebramos algo mucho más grande que sabores, ingredientes o historia. Celebramos una cocina que conserva la memoria de un pueblo: nuestro pueblo. En México, la gastronomía no solo nutre el cuerpo. Nutre los vínculos con quienes ya no están. Cada mole, cada tamal, cada pan de muerto cumple una función que no figura en ningún menú y que ninguna técnica culinaria puede sustituir: nos recuerda que la cocina es un territorio donde la muerte no es ausencia, sino continuidad. La muerte no nos arrebata la memoria; la cocina la resguarda.
Mientras en muchas partes del mundo la muerte separa, en México la comida nos une. Convoca. Honra. Abre la puerta para que las sombras queridas vuelvan a la mesa. Así es nuestra cocina: una celebración permanente de la vida que se transforma y permanece. Por eso este Día Nacional de la Gastronomía Mexicana no solo exalta a una tradición culinaria, también celebra la forma en que hemos aprendido a convivir con la muerte. Lo hacemos no desde la solemnidad, sino desde el fogón, la estufa, el comal, la mesa familiar.
En cada receta heredada está la mano de quienes amamos. En cada ingrediente vive la voz de una abuela. En cada sabor late la historia de un antepasado que se niega a desaparecer. Es el pan dulce que vuelve cada año, el mole que conserva oraciones silenciosas y el maíz que insiste en renacer. La gastronomía mexicana abraza la muerte sin miedo. La convierte en ofrenda, aroma, abrazo, maíz y tradición. La integra como una comensal más en la mesa.
No se puede comprender a México solo mirando sus paisajes o escuchando su historia. Para entendernos, hay que probarnos. México se revela en sus sabores más hondos. En la memoria que guardan los platillos. En el modo en que la gastronomía transforma lo cotidiano en amor.
El norte de México huele a fuego y resistencia. Allí, en el paisaje del desierto y la montaña, los sabores nacen del calor de las brasas: carne asada, cabrito, machaca, chilorio, aguachile. Son platos que hablan de reuniones al aire libre, de familias que se reconocen alrededor del carbón, de una tierra que se expresa fuerte y honesta, como quienes la habitan.
En el centro del país, el maíz es infinito. Ofrece mil maneras de recordarnos quiénes somos: tlacoyos, quesadillas, tacos al pastor, mole, chiles en nogada, barbacoa. Cada platillo es una celebración. México en el centro es una fiesta de raíces que se mezclan, que se transforman, que vuelven cualquier día ordinario en un espacio para amar y recordar.
En el sur, la cocina es memoria viva. Allí respiran técnicas ancestrales que no han sido vencidas por el tiempo: los moles oaxaqueños, las tlaxudas, los tamales de chipilín, la cochinita pibil, el pozol. Son sabores que nos recuerdan que el origen sigue cerca, que la comida puede ser un altar, un refugio, una oración silenciosa a quienes vivieron antes.
Si unimos norte, centro y sur descubrimos que la gastronomía mexicana no es un conjunto de recetas. Es un lenguaje nacional. Un refugio colectivo. Una herencia que viaja de generación en generación. En el norte está el fuego. En el centro la fuerza del maíz. En el sur la raíz espiritual. Y en cada uno de nosotros, la memoria del hogar que nunca se olvida.
Por eso cuando un platillo mexicano nos toca el alma, no estamos probando comida: estamos recordando quiénes somos, de dónde venimos y a quién pertenecemos.
El Día Nacional de la Gastronomía Mexicana es una celebración, sí. Pero también es un acto de resistencia. Un llamado a preservar las recetas que guardan a nuestros muertos, nuestras raíces y nuestra identidad. Porque en México, la cocina es el puente donde los vivos y los muertos vuelven a encontrarse. Y donde la memoria nunca deja de tener sabor.
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