Germán Martínez Cázares
Si no reaccionamos, si no aprendemos la lección, el agua seguirá subiendo. Y entonces sí —como país, como sociedad, como democracia— nos ahogaremos del todo.
México está con el agua al cuello. No lo digo como metáfora política —aunque también lo sea—, sino como una constatación dolorosa. Nuestro país está anegado, como lo están hoy grandes regiones de la Huasteca Potosina, del norte de Veracruz, de Hidalgo e incluso de Querétaro. En esas tierras generosas, donde la lluvia suele ser bendición, hoy el agua se ha vuelto tragedia.
Quiero comenzar con una muestra sincera de solidaridad para todas las personas que la están pasando mal. Para los habitantes de Xilitla, de Aquismón, de Axtla de Terrazas, de Tamazunchale, Tanquián, Tampamolón, Tancanhuitz y tantas otras comunidades golpeadas por las lluvias. Para quienes han perdido su patrimonio, su ganado, sus casas o incluso a sus seres queridos. No hablo aquí con ningún tinte partidista —que no se confunda la empatía con la política—, hablo como mexicano.
Recuerdo con claridad el calor de la Huasteca, el verde intenso de su selva, la belleza casi mística del Jardín Escultórico de Edward James en Xilitla, los ríos Moctezuma, Amajac, Gallinas, que hoy desbordados son símbolo de la fuerza de la naturaleza, pero también del abandono. Porque cuando los ríos se salen de su cauce, no solo es culpa del cielo, sino también de la tierra que hemos dejado de cuidar, del gobierno que no ha prevenido, del presupuesto que no se ha destinado a tiempo.
Por eso insisto: urge que el gobierno federal y el del estado de San Luis Potosí se coordinen. Urge que se etiqueten recursos en el presupuesto, que se destine mucha lana —sin rodeos— para recuperar carreteras, calles, escuelas, viviendas. Pero sobre todo, urge que esos recursos se entreguen sin discrecionalidad, sin colores partidistas, sin clientelismo. Los desastres naturales no preguntan a qué partido perteneces.
Hay un viejo dicho: "nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido". Y hoy, tristemente, México está perdiendo demasiado. No solo el patrimonio de las familias afectadas por las inundaciones. También estamos perdiendo la democracia, la pluralidad, la transparencia y el respeto al otro.
Estamos perdiendo a los jueces, a los gobiernos que deberían protegernos, a la confianza en las instituciones. Estamos perdiendo el país. Y mientras tanto, vemos escándalos de corrupción que indignan. Se roban el petróleo, se roban los impuestos de la gasolina, se roban todo lo que pueden. Y ahora, resulta que el hermano del presidente tiene terrenos —¿doce, trece?— en Tabasco. ¿Ranchos, dicen? Yo sé lo que es un rancho. Y también sé lo que es un abuso.
Cada robo tiene su consecuencia. Si hoy te robas el dinero destinado a un drenaje, mañana te ahogas en tu propia agua. Si desfalcas los fondos para infraestructura, después no hay puentes ni diques que contengan una inundación. Así de simple. La corrupción, más que un delito, es una tragedia encadenada.
Y sí, hay una indiferencia peligrosa. Un "vale-madrismo" que parece haberse instalado en el alma nacional. Una apatía criminal, diría yo. Como si todo diera igual, como si el "no pasa nada" se hubiera vuelto nuestra bandera. Vivimos en el paraíso del no pasa nada: no pasa nada si se roba, no pasa nada si se miente, no pasa nada si se destruye.
Pero yo no quiero quedarme con esa visión oscura. No toda la gente es así. Todos los días hay enfermeras que van a su clínica aunque el sueldo no alcance. Hay maestros que siguen enseñando en escuelas con goteras. Hay carniceros que abren su local al amanecer para ganarse el pan. Hay periodistas que informan sin rendirse. Esa es la reserva moral de México. Esa rebeldía cotidiana —silenciosa pero firme— que sostiene lo poco que aún no se derrumba.
Esa rebeldía cotidiana debe transformarse en rebeldía cívica. No solo trabajar por lo propio, sino por lo común. Cuidar no solo a la familia, sino al país. Defender el verde, el blanco y el rojo de nuestra bandera con hechos, no con discursos. Cuidar el medio ambiente, la salud, la educación, el futuro.
Porque también debo decirlo: en la oposición no hemos estado a la altura. Nos hemos peleado entre nosotros, desgastados en ego y soberbia, mientras el país se hunde. Nos distraemos con huesos chiquitos en lugar de recuperar los grandes palacios del bien común. Yo no soy lambiscón de nadie, pero hay que reconocerlo: si queremos recuperar los palacios municipales, los gobiernos estatales, el Palacio Nacional, no será con pleitos internos ni con discursos huecos. Será con conciencia, con unidad, con propuestas que muevan a la gente.
Tenemos que recuperar la capacidad de asombro, de indignación, de acción. No resignarnos a vivir con el agua al cuello —ni en sentido literal ni figurado—. Tenemos que rescatar lo común: la calle limpia, el drenaje funcional, la seguridad, la salud pública, la educación. Esos son los verdaderos bienes del pueblo.
Un gobierno eficaz no causa dolores, los evita. Pero hoy, el dolor se ha vuelto rutina. Dolor por la corrupción, por la violencia, por las enfermedades, por las lluvias que no cesan. La función del Estado no es administrar la desgracia, sino prevenirla. No es repartir culpas, sino soluciones.
México necesita volver a creer en sí mismo, en su gente trabajadora, en sus instituciones, en su pluralidad. No podemos perder la esperanza ni dejar que la indiferencia sea nuestra condena.
Yo sigo creyendo que hay reserva moral suficiente para salir adelante. Pero esa reserva hay que despertarla, organizarla y transformarla en acción. En una rebeldía cívica que no se conforme con sobrevivir, sino que aspire a gobernar con decencia.
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