Rodolfo del Ãngel del Ãngel
Las calles estaban ahora desiertas después de un ajetreado dÃa, tÃpico de las grandes ciudades en época de navidad. El frÃo viento invernal silbaba al voltear en las esquinas de las bocacalles. No hacÃa mucho rato que las tiendas comerciales, abarrotadas de gente, que entre prisas e impaciencias hacÃan las últimas compras, habÃan cerrado. No obstante, hacia el interior de bares y centros nocturnos, se festejaba en medio de un ambiente de risas, brindis y música estridente. Aquellos espacios se habÃan tornado, no solo en refugio para una noche gélida, sino en el lugar ideal para festejar en grande, aprovechando el tan anhelado asueto. No habÃa que levantarse temprano, ni acudir al trabajo al dÃa siguiente.
Las fachadas de las casas y de los edificios, profusamente iluminados hacÃan evidente la temporada.
Las familias estaban congregadas felizmente en torno a las mesas que hacÃan gala de los más especiales platillos: Pavo relleno, pierna al horno, bacalao, ensaladas, postres, ponche y toda suerte de bebidas.
Sin duda, navidad es un época de encuentros gratos y de estar en familia, con los amigos y lo seres más queridos.
Pero en las orillas de la ciudad, donde la iluminación es escasa, o no existe. En las estrechas casas de cartón y de palos, asentadas en callejuelas llenas de pendientes, piedras y lodo, navidad parece ser un dÃa como cualquier otro. No hay mucho que celebrar, excepto, quizá, el milagro de la vida misma que se sostiene a golpes de suerte, en medio de esperanzas y desesperanzas. En esos espacios que parecen olvidados por los hombres y por Dios mismo, no se esperan regalos y una cena, solo se cree en el milagro de llenar el estomago para la hora siguiente ¡Que contraste tan extraordinario el que se vive en una misma ciudad!
Uno pudiera preguntarse si las personas de veras voltean a mirar a quienes viven alrededor, o se han habituado tanto a vivir encerrados en su mundillo personal que su visión se ha vuelto estrecha y limitada.
En el interior de una de esas casuchas de villa miseria se escuchaban los gemidos ahogados de una mujer joven, cualquiera dirÃa, al mirarla, que aun tiene rostro de niña, a no ser por el vientre que denuncia un embarazo a término. A su lado el marido, también joven, con un gesto de susto y preocupación. -âCreo que ya es hora, no aguanto los dolores, ¿qué vamos a hacer?â â âNo te preocupes, voy a correr con don Chencho a ver si nos puede llevar en su camioneta al hospitalâ. Dicho esto salió corriendo para entrar minutos después con el rostro desencajado. ââNo nos puede llevar, la camioneta está descompuesta; vamos haz un esfuerzo y salgamos a la carreteraâ Con pasos lentos y una queja a cada pequeño avance, sostenida casi en peso por su esposo, cruzaron penosamente las siete calles que les separaran de la carretera. Ni un taxi pasó por espacio de media hora, ni un auto de los que pasaban zumbando a lado de ellos detuvo su carrera a pesar de que José agitaba los brazos haciendo señas para que hicieran alto. â â¿Qué vamos a hacer José?â â âTen calma mujer y ponte a rezar que Dios no nos puede dejar en esta situaciónâ
Ya al borde de la desesperación José alcanzó a distinguir unas luces intermitentes, ¿una patrulla, o una ambulancia quizás?
Toño conducÃa maldiciendo su suerte de cubrir la guardia del veinticuatro en la noche. VenÃa de llevar a un borracho que se hirió en la cabeza al perder el equilibrio. De pronto advirtió a un hombre se colocaba frente a él en la carretera. Tuvo que frenar con premura para evitar arrollarlo. âNo más eso me faltaba terminar este maldito dÃa atropellando a un cristiano que de seguro anda hasta las manitasâ No obstante al ver a la mujer a su lado y su gesto de dolor, súplica y desesperación, se orilló para apearse. Entre los dos subieron a MarÃa a la ambulancia y comenzó asà una peregrinación que pareció eterna, en ninguno de los cuatro hospitales a los que acudieron les quisieron recibir, el que no estaba abarrotado, no tenÃa personal, o simplemente era muy costoso, era evidente que no podÃan costear la estancia hospitalaria. â âYa no hay tiempoâ, gritó MarÃa casi desfallecida. Toño se orilló y con una mezcla de temor y urgencia que jamás habÃa experimentado, se dispuso a atender el parto. Todo sucedió muy rápido, de pronto se vio sosteniendo una criatura entre sus manos. MarÃa respiró aliviada y vio a su hijo, era el bebé más hermoso que alguna vez hubiera contemplado. José sintió que su corazón agitado latÃa fuertemente y casi se le salÃa del pecho. Las lágrimas bañaron su rostro al mirar a Toño con gratitud. Ahà en el interior de una ambulancia, en medio de las calles quietas de una frÃa madrugada, aunque ignorado por un mundo indiferente, parecÃa que todas las luces que iluminaban la ciudad anunciaban que habÃa nacido un niño humilde que era la alegrÃa de sus padres y la esperanza del mundo. Toño dijo para sà mismo, â¡Vaya manera de celebrar la navidad!
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