Rodolfo del Ãngel del Ãngel
Su nombre era un permanente recordatorio de su huella señera por este mundo; se llamaba Domingo, padre de mi padre. El primero que respondió al llamado de la fe en su familia a la edad de 40 años. Bajito de estatura, temperamental y generoso a la vez, ojos claros como el verde del campo del que vivió rodeado toda su existencia. Arraigado a su tierra, ausente de ella era como un pez fuera del agua. Cuando nos visitaba con la abuela en San LuÃs al saludarnos lo primero que decÃa era: ânos vamos luego, no podemos dejar los puercos, las gallinas y las plantas mucho tiempo, encargadas no las cuidan igualâ
Le encantaba viajar en el tren a Tampico. Una vez que le acompañé me di cuenta de que uno de sus secretos placeres era comprar de todo lo que vendÃan a lo largo del camino. Prácticamente se volvÃa como un chiquillo antojadizo.
TenÃa su muy especial y única forma de expresar el amor por sus nietos. Nos sentaba en su silla de peluquero y nos hacÃa un corte muy a su estilo, a âcocoâ; dejando sólo un âcopetitoâ como recuerdo del cabello que habÃamos perdido y tenÃamos la esperanza de recuperar.
Era apreciado por todos, en el pueblo le llamaban âtÃo Mingoâ. Construyó casi todas las casas del lugar, a los 70 años lo vi trepado reparando el techo de la cocina de la casa de la abuela, por supuesto, cortó el cabello de todos, niños, adultos y viejos.
Por años fue la única cabeza que se inclinó en casa a la hora de los alimentos para dar gracias. Fue un testimonio silencioso de fidelidad a su Dios junto con su primo hermano, Don Julio. Entre los dos mantuvieron en pie, a veces precariamente, el único y ruinoso templo del lugar. Por muchos años, domingo tras domingo, debido a la falta de obrero o pastor, aquellos dos viejos anduvieron el camino hacia la Casa de Dios para celebrar ellos dos el culto, ambos eran ancianos gobernantes. Cómo los únicos miembros activos se turnaban para compartir la Palabra y reunir la ofrenda.
A lo largo del tiempo su figura encorvada, su rostro arrugado, sus manos recias y su mirada tierna me acompañan como un vivo e imborrable recuerdo.
Se lo llevó un cáncer, se fue antes que la abuela, en su cama. Acompañado de su fiel amigo y hermano cantó antes de partir las estrofas del himno ¡Cuan Grande Es Ãl!
âCuando el Señor me llame a su presencia, al dulce hogar, al cielo de esplendor, le adoraré cantando la grandeza de su poder y su infinito amor.â
La memoria de mi abuelo y el testimonio de su fidelidad le dan vida a las palabras del salmista: âEl justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro en el LÃbano. Plantados en la casa del Señor, en los atrios de nuestro Dios florecerán. Aún en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes, para anunciar que el Señor mi fortaleza es recto, y que en él no hay injusticiaâ (Salmo 92:12-15).
También me recuerda aquella canción de mis ayeres que bien le iba, pues él nació al inicio del siglo, justo en el año 1900. âEs un buen tipo mi viejoâ, con esa canción lo saludo una vez más en el recuerdo diciéndole: âYo soy tu sangre mi viejo, soy tu silencio y tu tiempoâ.
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