Manuel Ramos
La cotidianeidad en el tráfico que corre en las calles y avenidas, controlado apenas por los semáforos, pasa desapercibida para quienes presurosos intentan llegar a su destino utilizando el medio de transporte que pueden o tienen a su alcance.
En una tarde calurosa. Entre el bullicio de La Queretana se miran correr a tres personas para alcanzar un âHospital Directoâ, es el autobús que llega a las 6 al nosocomio; el semáforo está en rojo para los automovilistas, asà que hay facilidad de cruzar la avenida, de Madero a Lázaro Cárdenas; ahà viene ya, se suben y se marchan rumbo al bulevar, hasta perderse en la curva que colinda con el Seguro Social.
Pero alguien se ha quedado entre el tráfico asediante, henchido de vehÃculos, fulguroso por el descenso del vaho crepuscular, como si estuvieran cubiertos de polvo de un terraplén.
Son los limpiavidrios de La Queretana, quienes desde la mañana no sucumben ante la negativa de los que no quieren que les den lustro a sus parabrisas o a sus medallones.
â¡No! ¡Ahorita no! â, esa es la respuesta fatÃdica que ninguno de ellos desea escuchar, no la aceptan de ningún modo, porque en sus tÃmpanos pordioseros hace eco y se trasluce en forma caótica a todo su ser.
Pero son valientes, no se dejan caer a la primera, con denuedo avanzan frente a un Sentra blanco, donde una señora les hace señas que no quiere que le âlimpienâ lo ya limpiado. Allá adelante está un Tsuru gris, lo conduce un muchacho veinteañero. Rápidamente uno de ellos, llamado Silvio, llega a su costado y arroja agua al vidrio, antes de que la negativa aparezca. Logra unos pesos de aquella mano juvenil, pero hay que subirse el camellón, el semáforo ha cambiado a verde otra vez. Hay que guardar esos âcentavosâ.
Silvio es un joven de 25 años, algo grande para andar de limpiavidrios en las avenidas, pero lo lleva a cabo porque viene de una familia disgregada, donde sus hermanas son trabajadoras de la vida galante en la llamada âzona rojaâ, su madre ya falleció, y de su padre no se sabe nada. Aunque tiene varios hermanastros, cada cual hace por su vida en diferentes partes.
Ãl eligió este camino, sin importarle su pasado, ni su futuro; lo que importa es este presente que le deja monedas y más monedas a un pantalón de mezclilla lleno de rasgaduras, con su botella de agua en la mano y en la otra un jalador de esponja. Escupe al suelo y le hace una seña a otro compañero situado en la orilla de la avenida, a un costado de una ferreterÃa, comunicándole que se acerca una camioneta con los vidrios empolvados, su nombre es Gerardo DomÃnguez, alÃas âEl Neneâ.
âEl Neneâ, hijo de Alfredo DomÃnguez, integrante del dueto musical âLos Broncos del Norteâ, fue un chico estudioso en su etapa juvenil, estudió en la secundaria No. 3, pero no continuó sus estudios profesionales, pues las tentaciones mundanas lo dominaron con el paso del tiempo.
Hoy, con su rostro demacrado, a sus 37 años, parece un ente desconocido, ya no es más aquel jovencito gallardo, lleno de vigor e Ãmpetu que llegaba al salón de clases y departÃa con sus compañeros anécdotas adolescentes. Ya no. Hoy es el recuerdo de una etapa que ya murió. Es el resultado de una sociedad que infringe ideas equÃvocas sobre las mentes más vulnerables, las más inmaduras, las menos sabias. Y Gerardo cayó en las garras dionisiacas, fue presa fácil de las sustancias alucinógenas que lo llenaban de éxtasis momentáneo, pero que cuando terminaba lo deseaba otra vez, hasta llegar a este presente, donde ha convergido con Silvio.
Recibe una seña de que viene una camioneta y hay que irse sobre el parabrisas, sobre las monedas que saldrán de aquella ventana, sobre el objetivo que es el âPolvo de ángelâ, el âCrackâ o el muy conocido âCannabisâ; da igual, todos transportan a otro universo, a un mundo paralelo que los hace escapar, aunque sea por un momento de este planeta que está lleno de adversidades e infortunios. Silvio y âEl Neneâ lo saben, por eso es momento de ir sobre ese parabrisas que se aproxima. âEl Neneâ se abalanza sobre la camioneta negra, ante la mirada turbia de Silvio que ya limpia un parabrisas de un viejo Chevy.
Una mano sale por la ventanilla, le hace señas de que no quiere que le limpien el vidrio. Luego el grito de negación, cuando ya el joven del jalador ha ganado terreno, limpiando la superficie con parsimonia, moviendo la esponja de arriba hacia abajo, de un lado a otro, no le importa si le ha dicho que no, o tal vez quiere esas monedas a fuerza de voluntad, pero será el destino quien lo decida.
El hombre de la camioneta negra no le da ni un solo âtostónâ, pues le dijo que no querÃa limpieza, y es por adrenalina natural o por el efecto de las drogas recientes que en la mente de Gerardo se ha formado un rÃo de confusión, Silvio se ha dado cuenta de la situación y se aproxima rápidamente.
Los dos empiezan a patear los costados de la camioneta y escupen la portezuela, enseguida corren hacia las vÃas del tren y se pierden en el âarroyo de los puercosâ, mientras el chofer de la troca nada puede hacer porque el verde le exige que avance. Se ha ido más que molesto, por obvia razón.
DÃas después, Silvio y âEl Neneâ han llegado a La Queretana otra vez, el episodio bochornoso ha quedado atrás, como tantos otros similares; sin embargo, hay una especie de nerviosismo en el aireâ¦
Cuando intempestivamente llegan varias patrullas de policÃas y saltan de las cajas, armados, esposándolos al momento, llevándolos rumbo al Ministerio Público. Los han fichado.
Están advertidos de que si vuelven a cometer agravios en contra de la población, serán remitidos al penal y esta vez no la tendrán fácil.
Hoy La Queretana luce vacÃa de limpiavidrios, si acaso algún vendedor de periódico se le mira transitar por el camellón; pero es distinto, porque de un periódico vendido los âcentavosâ están seguros; no habrá negativas esta vez, mucho menos patadas y escupidas.
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