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No somos los mismos

No somos los mismos

En ocho décadas hemos cambiado tanto... ¿entonces cuánto habremos cambiado en dos siglos o en diez o veinticinco?, con tanta transformación, ¿dónde queda la idea de lo universal?

David Toscana| Milenio| | Viernes, 14 de Septiembre de 2018| 19:18


  • Estoy leyendo periódicos y revistas de los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Comento dos anuncios publicitarios que aparecieron en la revista Life en 1937.

    En el primero se muestra la foto de un niño en silla de ruedas atendido por su madre. Frente a él, su hermanita le muestra una pelota. El niño dice: “Ojalá pudiera jugar otra vez”. El texto nos explica que el chico quedó paralítico de por vida a causa de una llanta que se reventó; un lastimoso accidente que se habría evitado si el auto hubiese estado equipado con llantas Goodyear.

    El segundo muestra una imagen del Hindenburg en llamas, en el famoso incidente que había ocurrido unos meses antes con saldo de 36 muertos. El encabezado dice: “Los supervivientes fueron afeitados con rasuradoras Schick”. Nos cuenta el anuncio que los rostros estaban tan terriblemente quemados que se les formó una gruesa costra por la que seguían creciendo pelos y era imposible usar una navaja convencional para rasurarlos. “Pero la rasuradora Schick se desliza suave e indolora sobre la piel herida, eliminando los pelos de la superficie excoriada”.

    Supongo que alguna versión contemporánea de esos anuncios causaría “revuelo” o “furor” o esas palabras que la prensa usa cada vez que los usuarios de los medios sociales emiten sus indignados puntos de vista y es la propia prensa la que quiere provocar el revuelo o el furor.

    Estos dos anuncios nos hacen ver cuánto ha cambiado nuestra sensibilidad en ochenta años. En aquellos días, los adultos habían vivido o participado en una guerra, y los jóvenes ya amarraban navajas para la siguiente. Su sensibilidad no era tan quebradiza. Aún no mamaban las teorías infantilizadoras de la sicología, el estado de bienestar no los había convertido en ñoños y Walt Disney apenas comenzaba a esparcir su repugnante virus. Además, bendito sea Dios, no existía la televisión. Al mismo tiempo se manejaba un registro más inocente del humor y la gente se dejaba cautivar por el coagulazo de Shirley Temple.

    Si en ocho décadas hemos cambiado tanto, ¿entonces cuánto habremos cambiado en dos siglos o en diez o veinticinco? Eso sin contar que nosotros mismos cambiamos con los años. Así, con tanta transformación, ¿dónde queda la idea de lo universal?

    Aunque podamos seguir leyendo a Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare o Dostoievski, aunque podamos seguir diciendo que los disfrutamos y nos apasionan, seguramente nos falta algo para leerlos de verdad; me refiero a algo que no se puede asimilar ni con mil notas al pie de página. Algo que se diluyó en el camino, como en una traducción.

     


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